Yo soy yo y mis circunstancias.

miércoles, 25 de junio de 2014

A mi musa, porque sí.

Yo solía secuestrar musas, pero eso hace tiempo que cambió desde que la conocí. Tiene un vicio que sabe a Rock and Roll y a ginebra. No es una musa cara, siempre anda moviendo sus caderas creando vaivenes de donde flotan versos. Le gusta dejarse seducir, yo le vendo mis versos, pero prefiere tirarse a mi prosa. No es tan puta como las otras, y esta baila por las noches conmigo, sobre todo cuando lo pienso a él. Si nunca te has preguntado por qué la banda sonora de Amélie es tan ella, es porque nunca quisiste ver con los oídos. Yo creo que le gusta París, pero también las frías calles llenas de vagabundos de Nueva York. Le gusta el invierno, pero solo porque sus pezones se vuelven copos de nieve. Todos la adoran, la odian, la desean, la detestan, todos la pondrían a cuatro patas para que surgiera de ella los mejores versos que Neruda o González le vieron parir.  Se llama Violeta, o violenta, o viento. En realidad, nunca me ha dicho su nombre, solo se eriza en mis dedos cuando llega, y juro por Bukowski que su jugo sabe a rosas, a Venus y a la armónica de la esquina. Creo que Chavela le dedicaba alguna canción, o no, quién sabe…

A-y.

“¿No lo sientes? Ya sabes, cuando duele adentro, tanto que parece que es corrosiva hasta tu sangre. A veces me da miedo ese sentimiento, me parece tan nauseabundo, tan inhumano y a la vez tan animal, que pienso que fumando mentiras se me pasará. Pero no se va, ¿sabes?, se queda ahí, pendiente de tus arterias como si fuera ropa mal colgada en un día lluvioso. Y cuando empieza a pesar tanto como la tristeza, y notas que tus ojos se hinchan, ahí amigo mío, ahí ya no hay vuelta atrás para mí. ¡Y mira que no me gusta parecer una sensiblera! Suelo meterme prisa para dejar de llorar, cierro los ojos, inspiro, pero no importa, el río siempre llega al mar. A veces me abrazo, para doblegar mi pena y a la vez mi sentimiento de autocompasión. Entonces sé que algo no va bien, que la congoja se anida en mi garganta y ni siquiera gritando, tampoco por dentro, la hago callar. Dicen que el alcohol es el remedio divino para ahogar ese sentimiento, pero el invierno de mi cuerpo se apodera de mí llegando a anestesiarme de tristeza, tanto que me engancha. ¿Puede existir alguien enganchada a la tristeza? No lo sé, quizá yo sea una de esas yonkis. No sé si me entiendes, a lo mejor a ti también te pasa, si eso no fuera así no estarías aquí, conmigo, absorto en lo que te digo, ¿verdad, cariño?” Y ella se acerca, abraza el trozo de mármol, besa su foto y se va, como otro día de abril, como cualquier febrero.