Yo soy yo y mis circunstancias.

lunes, 30 de diciembre de 2013

El roto.


La ciudad amanecía desolada y tristemente bella en el piso 46 de la calle Picasso. El vaso caía sobre el suelo atormentando el sueño borracho de Paul, otra vez sobre ella. Violento se levantó del sofá y volvió a llenar el vaso. El piso olía a wiski barato y a Barón Dandy. Y así el lamento de Paul volvía como cada día.
Acurrucaba su pecho desnudo contra el vaho del cristal mientras miraba el paisaje eterno de la gente sonámbula de París. Y Ella no volverá. Aún recuerda el día lluvioso de febrero en el que miró por última vez moverse ese culo. Como entre lágrimas infinitas lo miraba a soslayo repitiéndole que todo había acabado. Su pelo rizado se contoneaba al suspirar antes de añadir un “me marcho de la ciudad, P”. La misma mierda de siempre, supuso. Otra chica más. Pero esta vez se equivocaba.
La vida trae cambios, y esta vez le estrujó el corazón hasta que el dolor solo se saciara con veneno. Primero : la aceptación “Está bien, se fue, tampoco es para tanto, solo han sido unos meses y ¡joder! Estoy genial”. Segundo: la añoranza “ su pelo dorado al sol los días de domingo en la azotea mientras tomaban té y hablaban de frivolidades; su risa infinita cuando lo oía cantar desde la ducha; sus manos a todo tren por su espalda” Tercero: el repudio “ojalá la vaya de pena, y se la folle otro que no le haga maravillas como le hacía yo”. Cuarto: la desesperación, los barbitúricos, la barba de siete días, el desaliñe del alcohol, la mirada fría, su foto.

Y así Paul las únicas curvas de mujer que rozaban eran las de sus botellas. El humo de sus cigarrillos dibujaban sirenas al aire, y se las tragaba con desánimo, que era la única pieza de música que entraba en casa, ya que el retintineo de sus tacones nunca volverá.  Y París se tornaba cruel, brusca y masoquista, porque en todas las esquinas estaba Roxanne recordándole que Ella nunca se vendió por amor.

miércoles, 2 de enero de 2013

El chico del 2B


El amanecer púrpura abría el telón a las jóvenes amantes que entraban en la habitación, a escondidas. Besos, los besos iban y venían, como el roce de sus manos por los pechos. De repente un silencio sepulcral cubrió la habitación de una sensación febril que brotaban de sus poros, el silencio fue roto, era la chica de los pómulos rosas que no pudo evitar gemir. La causa era la mano de la chica morena perdiéndose entre la flor más tímida de la chica de los ojos azules.
Yo miraba todo desde la habitación de en frente. Muchos pensaréis que soy un enfermo, un depravado mental que no tiene otra cosa que hacer que tocarse viendo a tales bellezas haciendo el amor todos y cada uno de los sábados. Es así. Pero también era el chico del 2B, aquel que subía en el mismo ascensor que la chica de las curvas infinitas y el pelo moreno. La que me decía con ojos de cordero degollado que si me importaba que fumase en el ascensor, y le veía acercarse el cigarro a la boca y me imaginaba aquella boca entrando en el mismísimo Jardín de las Delicias; y tenía que taparme con el periódico para que no notase lo jodidamente cachondo que me ponía sus labios jugosos. A su amiguita, la rubia de los ojos azules y de astillas en vez de costillas, nunca la había visto, pero la oí. Y la oí durante meses susurrarle palabras de amor entre gemidos.
Así me tiré casi seis meses, observando cada sábado aquel paraíso con dos Evas, levantándome a las cinco de la mañana para poder deleitarme; hasta que ocurrió algo que nunca imaginé. Cogí el ascensor un martes, serían las seis de la tarde y llegaba de comprar detergente para la ropa, ¡joder, qué triste ahora que lo pienso! La puerta del ascensor, viejo y anticuado, estaba apunto de cerrarse cuando entré de milagro. Por inercia mire al suelo y coloqué la bolsa, pero mi mirada no estaba preparado para aquello. Ahí estaba, la chica rubia de mirada angelical y tan delgada como una astilla me miraba. Un hola, casi suspiro, salió de mi boca. Ella sonrió y se tocó sus rizos. Por mi mente pasaban todas esas imágenes, ella gimiendo, ella agarrando la nalga de su amiguita mientras que se daban placer. La erección era casi inminente, pero algo me bloqueó. Sus manos se deslizaron por mi cuello, suaves, casi sumisas. Acerco sus labios a mi boca y recorrió con su dulce lengua mis labios. No pude evitar atraerla hacia mí, me palpitaba todo el cuerpo. Nos besamos, como aquellos que llevan años sin hacerlo, cuando ella hacía tres días estaba en aquella cama. Llegamos a nuestra planta, abrió la puerta y me miró. Estaba descuadrado y entonces, solo entonces, y con un acento ruso muy dulce me soltó:
-          Esto es por todos los sábados que haces de espectador, te lo mereces.

Me regaló una sonrisa tremenda y allí me quede.  Ahora todos los sábados abren bien las ventanas, como sus piernas, al parecer una representación sin espectadores no tiene gracia.