La ciudad amanecía desolada y
tristemente bella en el piso 46 de la calle Picasso. El vaso caía sobre el
suelo atormentando el sueño borracho de Paul, otra vez sobre ella. Violento se
levantó del sofá y volvió a llenar el vaso. El piso olía a wiski barato y a
Barón Dandy. Y así el lamento de Paul volvía como cada día.
Acurrucaba su pecho desnudo contra
el vaho del cristal mientras miraba el paisaje eterno de la gente sonámbula de
París. Y Ella no volverá. Aún recuerda el día lluvioso de febrero en el que
miró por última vez moverse ese culo. Como entre lágrimas infinitas lo miraba a
soslayo repitiéndole que todo había acabado. Su pelo rizado se contoneaba al
suspirar antes de añadir un “me marcho de la ciudad, P”. La misma mierda de
siempre, supuso. Otra chica más. Pero esta vez se equivocaba.
La vida trae cambios, y esta vez le
estrujó el corazón hasta que el dolor solo se saciara con veneno. Primero : la
aceptación “Está bien, se fue, tampoco es para tanto, solo han sido unos meses
y ¡joder! Estoy genial”. Segundo: la añoranza “ su pelo dorado al sol los días
de domingo en la azotea mientras tomaban té y hablaban de frivolidades; su risa
infinita cuando lo oía cantar desde la ducha; sus manos a todo tren por su
espalda” Tercero: el repudio “ojalá la vaya de pena, y se la folle otro que no
le haga maravillas como le hacía yo”. Cuarto: la desesperación, los
barbitúricos, la barba de siete días, el desaliñe del alcohol, la mirada fría,
su foto.
Y así Paul las únicas curvas de
mujer que rozaban eran las de sus botellas. El humo de sus cigarrillos dibujaban
sirenas al aire, y se las tragaba con desánimo, que era la única pieza de
música que entraba en casa, ya que el retintineo de sus tacones nunca volverá. Y París se tornaba cruel, brusca y masoquista, porque en todas las esquinas estaba Roxanne recordándole que
Ella nunca se vendió por amor.