Yo soy yo y mis circunstancias.

miércoles, 2 de enero de 2013

El chico del 2B


El amanecer púrpura abría el telón a las jóvenes amantes que entraban en la habitación, a escondidas. Besos, los besos iban y venían, como el roce de sus manos por los pechos. De repente un silencio sepulcral cubrió la habitación de una sensación febril que brotaban de sus poros, el silencio fue roto, era la chica de los pómulos rosas que no pudo evitar gemir. La causa era la mano de la chica morena perdiéndose entre la flor más tímida de la chica de los ojos azules.
Yo miraba todo desde la habitación de en frente. Muchos pensaréis que soy un enfermo, un depravado mental que no tiene otra cosa que hacer que tocarse viendo a tales bellezas haciendo el amor todos y cada uno de los sábados. Es así. Pero también era el chico del 2B, aquel que subía en el mismo ascensor que la chica de las curvas infinitas y el pelo moreno. La que me decía con ojos de cordero degollado que si me importaba que fumase en el ascensor, y le veía acercarse el cigarro a la boca y me imaginaba aquella boca entrando en el mismísimo Jardín de las Delicias; y tenía que taparme con el periódico para que no notase lo jodidamente cachondo que me ponía sus labios jugosos. A su amiguita, la rubia de los ojos azules y de astillas en vez de costillas, nunca la había visto, pero la oí. Y la oí durante meses susurrarle palabras de amor entre gemidos.
Así me tiré casi seis meses, observando cada sábado aquel paraíso con dos Evas, levantándome a las cinco de la mañana para poder deleitarme; hasta que ocurrió algo que nunca imaginé. Cogí el ascensor un martes, serían las seis de la tarde y llegaba de comprar detergente para la ropa, ¡joder, qué triste ahora que lo pienso! La puerta del ascensor, viejo y anticuado, estaba apunto de cerrarse cuando entré de milagro. Por inercia mire al suelo y coloqué la bolsa, pero mi mirada no estaba preparado para aquello. Ahí estaba, la chica rubia de mirada angelical y tan delgada como una astilla me miraba. Un hola, casi suspiro, salió de mi boca. Ella sonrió y se tocó sus rizos. Por mi mente pasaban todas esas imágenes, ella gimiendo, ella agarrando la nalga de su amiguita mientras que se daban placer. La erección era casi inminente, pero algo me bloqueó. Sus manos se deslizaron por mi cuello, suaves, casi sumisas. Acerco sus labios a mi boca y recorrió con su dulce lengua mis labios. No pude evitar atraerla hacia mí, me palpitaba todo el cuerpo. Nos besamos, como aquellos que llevan años sin hacerlo, cuando ella hacía tres días estaba en aquella cama. Llegamos a nuestra planta, abrió la puerta y me miró. Estaba descuadrado y entonces, solo entonces, y con un acento ruso muy dulce me soltó:
-          Esto es por todos los sábados que haces de espectador, te lo mereces.

Me regaló una sonrisa tremenda y allí me quede.  Ahora todos los sábados abren bien las ventanas, como sus piernas, al parecer una representación sin espectadores no tiene gracia.